Entre fogones {Justin H. Hamilton}

Por extraño que me pareciese, ese día el abuelo nos dejó descansar a ambos por la mañana y por la tarde. Me parecía extraño porque desde que habíamos llegado nos habíamos repartido los turnos entre los dos sin posibilidades de poder librarnos del trabajo, así que cuando me desperté, fui al lavabo y me encontré a Dianna lavándose los dientes fue una sorpresa para mí. Sorpresa que terminó con ambos llenos de pasta de dientes hasta las cejas. Nos lavamos la cara, bajamos al piso de abajo y desayunamos. Mientras comíamos Dianna comentó que quería ir a la ciudad a ver un par de tiendas, de inmediato me ofrecí a llevarla con el coche del abuelo. Pasamos la mañana entre tiendas, helados y tonterías de todo tipo. Tengo que admitir que fue bastante entretenido, además de pelearnos, mi hermana y yo sabíamos divertirnos en cualquier lugar o situación. Pero al volver a casa, el día dio un cambio radical.

- Just, el abuelo dice que te necesita esta noche en el restaurante. - Sabía que el abuelo no me iba a dejar descansar, sabía que no perdería la oportunidad de fastidiarme el día. Desde que había dejado de visitar el pueblo, él había cogido la costumbre de hablarme severamente e ignorarme muy a menudo. Todos decían que él estaba orgulloso de mí, que siempre hablaba mucho de mí y que solo me trataba así porque tenía rencor por no haber tenido apenas contacto con el en tanto tiempo. No les creía.
No dije nada, me limité a darle un beso a las dos mujeres más importantes de mi vida y a coger la bicicleta para llegar antes. Eran las siete de la tarde y sabía que el abuelo me iba a echar un rapapolvo por llegar tan tarde, los clientes no llegaban hasta pasadas las nueve de la noche, pero para él si no llegaba antes de las cinco de la tarde le parecía mal. En el restaurante solo estaba él y un par de personas que supuse que serían camareros que se marchaban. Saludé antes de ir a la parte trasera.

Me vestí con el uniforme del restaurante tomándome todo el tiempo del mundo y cuando escuché que entraba más gente salí de allí. Entré en la cocina directamente, deseando que si el abuelo me veía trabajando no me mandaría a hacer de camarero y a los pocos minutos el restaurante estaba ya con la mayoría de sus camareros arreglándolo todo. - Te toca hacer de camarero, sal de ahí cuanto antes. - El abuelo había hablado y yo ya me había puesto de mala hostia.

Eran pasadas las ocho de la noche y aunque sabía que los primeros clientes estaban por llegar, me puse a prepararme un buen sandwitch. Encendí la vitrocerámica nueva de la cocina, coloqué una sartén encima y eché un corrito de aceite. Al alzar la mirada para buscar el pan de molde vi una figura femenina que me estaba mirando. Enarqué una ceja.

Volví a lo mío cuando la muchacha comenzó a hablar. No encontraba el pan de molde sobre las encimeras o por las estanterías por lo que me decidí a buscar en los armario de debajo. Terminé encontrándolo al lado de la harina, volví a la vitrocerámica y la miré. - Mas o menos – contesté simplemente antes de sacar dos rebanadas de pan. Coloqué ambas rebanadas sobre la sartén, sin tostadora, lo mejor para tostar o dorar el pan era eso aunque había que estar muy pendiente ya que era mucho más fácil que se quemase. - ¿Vas a querer uno? - Vale. No estaba siendo lo que se decía muy simpático, pero el abuelo me había puesto de mal humor. Acostumbraba a estar siempre riendo, bromeando, sonriendo todo lo contrario a ahora.

Dejé el paquete sobre la encimera y me dirigí a la zona donde preparaban las pizzas para coger jamón de york y queso. Luego me acerqué a la nevera agarré lechuga, un par de coca-colas antes de cerrarla para volver al pan que seguramente ya estaría en su punto. Les di la vuelta con una pala de madera. - Yo soy Justin – Preferí ignorar el detalle de que era el nieto del jefe, ya que hoy me tocaba servir fuera e iba a quedar muy claro quien era cuando volviese al día siguiente. Si cualquiera de los que estaban a mí alrededor tuviesen esas pocas ganas cuando trabajan a los dos días estarían despedidos, yo no.

Si no quería que se me tostase el pan más de la cuenta tendría que poner ya el queso para derretirlo. No me gustaba la sensación de morder un sándwich y encontrarse con el pedazo frío de queso, por lo que acostumbraba a fundirlo siempre que se me presentaba la oportunidad. Coloqué el queso sobre la parte menos tostada, bajé el fuego para esperar a que se fundiese que quemarse. Cuando la muchacha negó mi ofrecimiento, me encogí de hombros y guardé el pan de molde donde lo había escogido.

Estiré la mano derecha para coger un bol y un cuchillo. Pasé el cuchillo a la mano izquierda y trocee de manera ordenada la lechuga aunque sin hacer de esta trozos pequeños que se escapasen por los lados del pan. Cogí un plato pequeño, coloqué el pan encima y eché la lechuga recién cortada sobre este, terminé el bocadillo colocando el jamón de york sobre lo verde. Olía que alimentaba, la muchacha había sido algo tonta al rechazar mi oferta y se iba a dar cuenta... Bueno, ella se lo perdía.

- Aprendo rápido – contesté sentándome sobre la encimera. Bromeaba. Agarré el sándwich y le pegué un mordisco mientras la miraba. No recordaba haberla visto, aunque claro, hacía media vida desde que no venía. - ¿Eres camarera o cocinera? - Si trabajaba en la cocina, quizás, me cambiaba el turno aunque no tenía muchas esperanzas de ello.

Puse expresión apenada cuando ella me dijo que era camarera y no alguien encargado de la cocina. Me había ilusionado de verdad ante la idea de poder cambiar el turno a alguien, aunque si me ponía a pensar, la mayoría de los que trabajaban en los restaurantes o eran camareros o se dedicaban a la cocina apenas nadie controlaba ambos turnos. A mis veintidós años seguía siendo un ingenuo. Quizás el abuelo tenía razón cuando afirmaba que terminaría casado con una mujer que solo estuviese conmigo por el interés aunque eso nunca lo había visto demasiado claro. Desde mi punto de vista, yo no tenía nada que pudiese resultar atractivo a los ojos de una mujer. No tenía mucho dinero, ni atractivo, ni nada. Nunca había sido de esos chicos que tenían chicas a montones, todo lo contrario, siempre había sido el rechazado, el que caía bien como amigo y nada más. En la adolescencia eso me había molestado de sobremanera, ahora me era indiferente. Tenía todo lo que necesitaba para ser feliz: Un trabajo con el que disfrutaba, mi propio piso y la familia. ¿De verdad necesitaba una novia? Algo en mi interior me decía que sí, pero era experto en ignorarlo.

Le di otro gran bocado mirando hacia la puerta de la cocina donde había aparecido el abuelo con expresión enfadada. Sabía que me estaba buscando. Tres, dos, uno. - ¡Justin! No me puedo creer que estés aquí sentado comiendo sabiendo que tendrías que estar poniendo las mesas... - Todos se giraron a mirarme. Si cuando vine quería haber pasado desapercibido, fingiendo ser un camarero más el abuelo me lo había impedido. Me limité a sonreír levantando el bocadillo aprovechando el echo de que tenía la boca llena. Él bufo exasperado y me metió prisa. Cerré los ojos unos segundos antes de decidirme a hablar con la chica de nuevo.- El nieto del jefe – contesté respondiendo a su pregunta. Sabía que con eso entendería que yo solo estaba aquí para cubrir el puesto que fuese más necesario. - Y ahora la comidilla de todos. - Dejé el bocadillo sobre la encimera y me bajé bruscamente de la encimera para salir al comedor donde me puse a poner manteles.

Agarré varios manteles y los amontoné sobre una mesa libre mientras los iba colocando uno por uno sobre las mesas. Mientras que en la cocina se notaba la soltura con la que trabajaba, la facilidad que tenía con los alimentos y especias en el comedor se podía ver a mil leguas que no podía con ello. No me gustaba, pero tampoco se me daba bien. Solo había que mirar como estaba colocando los manteles para darse cuenta. Por un lado estaban mas largos que por el otro, se veían arrugados sobre la madera de la mesa y no lo hacía a propósito, para mí ya estaban bien así. En mi opinión lo importante de un restaurante era la comida, no las mesas u otras cosas. Trabajaba con el ceño fruncido, sintiendo la mirada de mi abuelo sobre mi nuca observando todos mis movimientos y anotando mentalmente todos mis errores para reprochármelos más tarde.

Paré de hacer lo que estaba haciendo cuando la chica me habló. - Me gusta más la cocina – contesté de nuevo, dando a relucir mi cabreo y poca simpatía. Pasé a su lado sin mirarla más y agarré servilletas, tenedores y todos los vasos que me eran posibles agarrar con la mano libre. Eso sí. Había aprendido a llevar muchas cosas en las manos sin que se cayesen, siempre que no fueran platos claro. Tenía la mala costumbre de romperlos. Coloqué todo lo que había cogido sobre las mesas de cualquier manera. De nuevo, me quedé mirando a la muchacha, envidiándola por la rapidez con la que trabajaba.

No paraba de preguntarme una y mil veces como era que la muchacha conseguía hacer que las cosas pareciesen tan sencillas, me daba envidia observar como colocaba las cosas sobre la mesa todo en un orden perfecto sin esfuerzo aparente. Bufé exasperado y no le contesté a la chica. Ya estaba frustrado e irritado y los clientes aún no habían comenzado a ocupar las mesas que se dispersaban por todo el comedor. Tras un par de minutos más ya terminé de arreglas las mesas de mi zona del comedor, normalmente me tocaban las mesas de la cinco a la diez, pero esta noche tenía que cubrir a Michael quien se ocupaba de las mesas de la diez a la quince. Así que no solo tendría que apañármelas con platos y pedidos si no que tendría que aprenderme la distribución de las mesas si no quería llevar las pizzas equivocadas a los clientes.

Decidí utilizar un pequeño truco que usé cuando comenzaba a ayudar al viejo. Agarré las flores de decoración de las mesas que normalmente atendía y las coloqué en orden sobre las mesas nuevas. Todas las flores tenían algo que las hacían diferentes al resto. El jarrón, el tamaño, el color. Se parecían mucho cosa que hacía que la harmonia en el restaurante no se perdiese, pero no eran iguales y yo me las había aprendido para reconocer las mesas. Sonreí al abuelo cuando me vio que cambiaba las cosas de sitio, pero por extraño que pareciese no me dijo nada.

Un par de minutos después comenzaron a llegar los primeros clientes de la noche. El espectaculo había comenzado.